¡Cuánto sabemos los sevillanos de conmovernos y de convertirnos viendo la Imagen de Cristo o de la Virgen!
Durante todos los días del año, pero especialmente los viernes, sevillanos y no sevillanos acudimos a la Plaza de San Lorenzo para hablar un rato con el Señor. Al llegar a su Basílica subimos presurosos las escaleras que dan acceso a su camarín con el propósito de conversar en intimidad y cercanía con Él si quiera sean unos minutos. Evidentemente, esa conversación no es una confesión sacramental, única válida para lavar los pecados del hombre. Pero lo cierto es que, tras estar allí y hablar con este Nazareno de la zancada poderosa, marchamos con la absoluta certeza, con la íntima convicción, de que el Señor nos ha escuchado y ha cargado sobre sus hombros las preocupaciones y tristezas familiares, laborales o de salud, que abruman a quienes, peregrinos de la vida, buscamos en su GRAN PODER el consuelo a nuestros agobios y cansancio, el remedio a los descosidos del corazón que provoca la vida cotidiana.
Terminado ese rato de íntima conversación con ese Jesús que nos ama y a quien amamos –oración sincera a fin de cuentas como diría Santa Teresa nos despedimos de Él como se hace de ordinario con un ser querido, con un beso que depositamos, despaciosamente, como queriendo retener en nuestros labios o en nuestros dedos el calor de su cuerpo, sobre el talón de su pié derecho. Y tal vez la despedida se acompañe, como la hemorroisa del Evangelio de Lucas (Lc 8 44-45), queriendo tocar la orla de su túnica a través del pequeño hueco que existe en el cristal que le protege del desamor y por el que asoma ese bendito talón. Pero a diferencia de aquel episodio del Evangelio, sabemos que el Señor conoce sobradamente quien le ha tocado.
¿Qué tiene esta Imagen de Jesucristo que mueve tanto al amor de sus fieles, al amor de toda Sevilla que la ha hecho su Señor?
No busquemos la respuesta a esta interrogante en la indudable calidad artística de su hechura, en la divina inspiración que guió a la mano del cordobés Juan de Mesa para reflejar en aquella madera el poder infinito de la Misericordia de Dios.
No la busquemos tampoco en la solemnidad de su templo, ni en la sobria hermosura de todo cuanto le rodea.
Mucho se ha escrito y hablado a lo largo de la historia del Señor del Gran Poder. Pero es difícil, imposible diría, plasmar en la prosa adecuada o en el verso justo lo que el Señor representa para todos los sevillanos y para el alma de la ciudad.
La respuesta a esta interrogante la han dado, a lo largo de los siglos, sus hermanos y, fundamentalmente, sus devotos, anónimos protagonistas de esta historia de amor, todos cuantos han visto y ven en Él, en su labio partido, en las espinas de la corona que traspasan su sien y su ceja, en la sangre reseca de su boca, en la ternura infinita de su mirada de perdón y amor, en el ímpetu de su zancada con la que sale a nuestro encuentro, al Yahvé del Antiguo Testamento, al Dios de los salmos, al Señor profetizado desde antiguo, al Jesucristo redentor los Evangelios, pero sobretodo y ante todo, al poder infinito del amor de Dios.
Ahí radica la clave de este Señor de la ternura infinita y el amor sin medida al que identificamos, desde tiempo inmemorial, con la divina humanidad de Jesucristo Nazareno. Por eso, los devotos del Señor, cuantos suben la escalera de su camarín para hablar con Él y para llorar con Él, día a día, hacen realidad lo que el salmista ya proclamó y que bien podría figurar inscrito en el atrio de su templo: “Señor Tú has sido nuestro refugio de generación en generación” (Salmo 89).
Pero, sin duda, es en la Madrugada del Viernes Santo cuando la figura del Señor se agiganta en el silencio y la oscuridad de la noche. Ese día es Él quien devuelve la visita a sus devotos cuando con paso decidido y firme, sale a nuestro encuentro. Y tras verle, ya nada es igual.
Cuando pasa, firme y decidida su zancada rasgando el velo de la noche, nos invade una sensación difícil de explicar. El silencio, a su paso, ha dejado un hueco en el aire, y tras Él quedamos en una especie de tierra de nadie. Parece que algo de nosotros se fue con Él y algo de Él se quedó en nosotros. El corazón se ha encogido en un repeluco inexplicable y somos presos de una congoja tal que solo se entiende desde la ambivalencia de su figura portentosa. De un lado, hemos visto pasar a Dios todopoderoso; de otro, ha cruzado ante nuestra mirada un hombre indefenso, sufriente, humilde, cargado con una pesada Cruz.
En la lejanía se recorta su silueta sobre al azul intenso de la madrugada, con la estela danzante de las puntas brillantes de los cirios que le siguen tras el negro paréntesis de sus penitentes que, cargando con la Cruz, emulan al Divino Nazareno de San Lorenzo. Sombra sobre sombra, sólo rota por la luz mortecina que agoniza en la cárcel de cristal de sus faroles y que hace más sobrecogedora, si cabe, su imponente figura.
Y así, en un silencio sepulcral y espeso, solo roto con el quejido lastimero de una saeta o el repique acompasado de sus canastillas, pasó Dios en un bajel dorado mecido por las olas de un mar de luto.
Si en la mañana del Corpus es Sevilla la que pasa ante Dios hecho Eucaristía, en la madrugada del Viernes Santo es el Gran Poder de Dios quien pasa ante Sevilla para decir: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”.
Pasó el Señor, pero no la Cofradía.
Tras la pleamar de emociones que dejó el Gran Poder y que arrastró a su paso almas, corazones, plegarias, llanto, le sucede una bajamar tranquila, pausada y triste, tremendamente triste.
A lo lejos se divisa el cañaveral encendido del paso de la Virgen. En él, la Señora del MAYOR DOLOR Y TRASPASO, menuda y pálida, camina con prisa de novicia en la clausura de su palio. Vedla. Hace como si escuchara las palabras de consuelo de Juan, pero su mente está en otra parte. La cabeza levemente inclinada y la mirada perdida son la viva estampa de la resignación ante el triste final de la historia de su Hijo.
¡En cuantas madres atravesadas por el dolor ante la enfermedad o la pérdida de un hijo hemos visto esa misma expresión de vacío que tiene la mirada de la Virgen!
Llora con un llanto silencioso y hondo mientras recuerda, una y otra vez, a golpe de chicotá la profecía del anciano Simeón que ahora, sólo en este momento, alcanza a comprender (Lucas 2,35).
Si su Hijo es Señor del Gran Poder, la intensidad de su dolor de Madre está en proporción con ese poder del Nazareno en una ecuación de amor maternal. Al Gran Poder de Cristo, el Mayor Dolor de su Madre.
¿A dónde vas presurosa
Blanca rosa, delicada
quebrando la madrugada
Atormentada y llorosa?
¿Qué pena es la que se posa
En tu carita de cielo?
¿Por qué lloras sin consuelo?
¿Es porque le viste a Él,
Tu Jesús del Gran Poder
Agarrado a aquel madero?
No tengas pena Señora
Y sigue tras Él sus pasos
Que aunque parezca su ocaso
Aun no le llegó la hora.
Tanta bondad atesora
Y es tan grande su Misterio
Que todo el poder y el imperio
De la fuerza de su Amor
Es igual a aquel Dolor
Que traspasara tu pecho