El Mundo, 9 de abril de 2006 Domingo de Ramos
El tiempo cambia pero lo esencial permanece. La Semana Santa ha cambiado muchísimo en los últimos veinte años, pero cada modificación que se produce acentúa aquello que siempre ha sido y será esencial. Antes, el Domingo de Ramos incluía la ilusión de ver los primeros nazarenos, reencontrarnos con todo aquello que identificábamos como propio de la Semana Santa. Se volvía a escuchar de nuevo las marchas procesionales y a revivir aquellas sensaciones que desde hacía un año habíamos perdido. El mundo se reestrenaba cada Domingo de Ramos. Hoy ya no es así.
Días antes ya hemos visto nazarenos en nuestras calles, así como pasos y demás complementos. Por si fuera poco, no hemos dejado de escuchar la música procesional durante todo el año. En el fondo, y aunque todos sepamos que es a partir de hoy cuando de verdad comienza la Semana Santa, ya ha desaparecido ese factor sorpresa que antes existía y que siempre nos cogía de improviso aunque lleváramos toda la cuaresma barruntándolo. Lo único que no ha cambiado es esa sensación que transmite siempre el besamanos del Gran Poder.
Iniciar el Domingo de Ramos acercándonos a postrarnos ante el Señor de Sevilla es empezar por lo esencial; es, de alguna manera, cumplir con el mandato expresado en el libro del Éxodo: «Y no subirás por gradas a mi altar, porque tu desnudez no sea descubierta junto a él». Es El el que baja a nuestra altura y a nosotros sólo nos queda sentir el dulce peso de su poder y, sobre todo, esa cálida sensación de comprensión que nos inunda una vez cumplido el rito.
Reconozco que jamás me he atrevido a besar sus manos, me basta con acercar mis labios a ellas para sentir esa profunda emoción que no volveré a sentir hasta que transcurra un año. Todo el tiempo vivido transcurre en apenas unos segundos, no hace falta que en mi personal liturgia nadie me explique que Cristo resucitase el Domingo porque ya tengo la certeza de que ha resucitado o, más específicamente, que jamás ha muerto. Que El siempre ha estado allí, y que seguirá estando, para todo lo que sea necesario; ése es su poder, ésa es su gloria.
Cuando todo esto acaba, empieza todo lo demás. El gozo de ver la perfección de la Amargura, la belleza de la Estrella, la sobriedad del Amor o la alegría infantil de la Borriquita en la calle. El sabor a barrio de San Roque, la Paz, Jesús Despojado o la Cena y, en mi caso, el reencuentro conmigo mismo y los míos que significa ver la Hiniesta por su calles. El Domingo de Ramos continúa siendo el día más hermoso de una ciudad que para algunos está dejando de ser esa ciudad soñada. Quizás sea el tiempo transcurrido lo que me separa de todos esos jóvenes que, durante toda la semana, van a descubrir todo un mundo de sensaciones. De cualquier forma, año tras año, cuando vuelvo a casa al final de la jornada, siempre me quedo con esa impresión primera que es sentir, en el más literal sentido de la palabra, al Señor del Gran Poder. Es la impresión de haber cumplido con el auténtico Dios de Israel, precisamente en un día donde todo se desborda y la felicidad se hace inmensa, de una forma callada y totalmente interiorizada e íntima. Ese, y no otro, es el sentido último de los días que se avecinan.
Encontrarnos a nosotros mismos.