Diario de Sevilla, 30 de julio de 2006
“Este señor del Gran Poder es un Dios honrado y fuerte. Ninguno como él es de verdad aquel Jesús de Galilea, insobornable y enérgico, que arrojó a los mercaderes del templo…. Aún lleva este Cristo sobre sí las briznas de la carpintería de José y el dolor antiguo de los proletarios”. Leería mal a Antonio Núñez de Herrera quien viera en su “Salmo de Jesús del Gran Poder” un texto coyuntural, debido a su tiempo –corría el año 1934–, y marcado por las difíciles circunstancias en que vio la luz. Lo más hermoso de sus palabras reside en que reconoce en la imagen de Juan de Mesa la fusión extraordinaria entre su poder inmenso y la condición humilde y humana que manifiesta.
En ello reside el valor de esta escultura para cuya definición quizás baste la breve frase que un buen amigo le dedicó no mucho tiempo atrás: “quien tenga ojos que vea”. No obstante, por mucha que sea la devoción que le profesemos, el Gran Poder no es una abstracción sustraída de la historia y de la realidad. Si se manifiesta del modo en que lo hace ante nosotros es, en buena medida, porque podemos mirar su rostro o besar sus manos y sus pies, repitiendo los gestos que otros nos enseñaron y que transmitiremos algún día a quienes nos hayan de seguir. No debemos olvidar que es una escultura con casi cuatro siglos de vida, tallada y policromada un día, pero también marcada por el tiempo. Como toda creación humana es efímera y frágil, y esto lo sabemos bien en una época que posee una tendencia casi innata a consumir y a olvidar.
Paradójicamente, es la misma época la que nos ha enseñado el valor de la memoria, y la que se ha planteado como una tarea irrenunciable la proyección del pasado hacia el futuro con la forma de eso que llamamos patrimonio. De ese legado común, el Señor del Gran Poder es una de las obras más importantes a las que nos podamos enfrentar: reúne su extraordinario valor como imagen de culto con una calidad artística excepcional, y ambas expresiones son parte inseparable de su esencia.
He tenido el privilegio y la responsabilidad –no acierto a discernir qué pesaba más– de pertenecer a la comisión de seguimiento de su restauración que la Hermandad decidió crear en su momento. Y de las primeras cosas que debí tomar conciencia para que mi sencilla aportación fuera rigurosa era del “error de amor” que muchos habíamos cometido en los últimos años al acercarnos al Señor: nos creíamos ante uno de esos iconos ortodoxos que, besados y acariciados una y otra vez, ennegrecidos por el humo de las velas, se han convertido en una sombra, en un recuerdo de lo que fueron una vez. El rostro del Señor, sus manos y sus pies, no eran mirados o tocados por nuestros ojos o nuestros labios, sino por el espíritu; y ello nos había hecho dejar de lado la belleza que habitaba en la imagen. Peor aún: habíamos dejado de tener conciencia de que las generaciones futuras querrán seguir admirándola y/o venerándola, y que era responsabilidad del presente legársela con garantías.
Hoy, concluida la restauración llevada a cabo con absoluta entrega y rigor por Isabel Pozas y Joaquín y Raimundo Cruz Solís, creo que conviene reflexionar sobre lo ocurrido con la misma para extraer enseñanzas que quizás un día convenga recordar. Nada perjudica más a un proceso delicado como éste que el ruido y la furia: la discreción –y ello no significa hermetismo u oscurantismo– debe presidir estas actuaciones, ya que no hablamos de bienes que quedarán expuestos en un museo, sino de una imagen de culto, cuyo “valor de reconocimiento” es fundamental. Tampoco le conviene a una intervención de esta naturaleza la polémica en torno a los métodos, sobre todo cuando ésta tiene mucho de artificial. He trabajado para el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico y me unen con la institución muchos y fuertes lazos; en las páginas de este mismo diario, y durante la Cuaresma, fuimos algunos los que con ponderación, pero también con matices significativos -recuerdo el espléndido artículo de mi amigo Alberto Fernández-Bañúls- intentamos encontrar el espacio de acuerdo entre lo planteado por la Hermandad y lo que el Instituto proponía. Sin embargo, y una vez tomada la decisión por esa corporación, resulta absurdo hablar de la existencia de dos modelos de actuación contrapuestos para crear discordia. El IAPH generó un valioso informe, como así lo hemos reconocido la Hermandad y los miembros de la comisión, y dicho informe ha resultado muy importante por lo que desvelaba; pero nadie piense que el mismo significaba la apuesta “científica” frente a un supuesto “método artesanal” de quienes finalmente han restaurado la imagen. Existían, por supuesto, discrepancias, pero las coincidencias eran mucho mayores que éstas. La escultura demandaba actuaciones muy concretas. Necesitaba un tratamiento urgente –la fijación de la policromía era la gran amenaza para su futuro–, y requería también una limpieza que revelara lo que hoy ya es visible: que no es una obra de arte ajena a su tiempo, y que si percibimos ahora su
valor es precisamente por ser fiel a la época de su creación y por transmitir –de ahí su excepcionalidad– hasta nosotros el universo de ideas que la hizo posible.
Vuelve a su camarín la talla que vieron antes muchos ojos y que otros, los cuales quizás no lleguemos a conocer, seguirán teniendo ante sí. Lleno de ternura, retorna la imagen que el Domingo de Ramos se hará humana entre todos al pisar el suelo, y ser entonces rodeada por quienes viven la larga víspera de los días de plenitud. Y reaparece el Señor del Gran Poder que en la Madrugada nos hace sentir a algunos la rara emoción de contemplarlo siempre por vez primera y última. No nos ha sido arrebatado el Señor al que hasta hace unos meses nos encomendábamos; se nos ofrece la oportunidad de un reencuentro, de volverlo a mirar intensamente con la confianza de que habrá otras
generaciones que se acerquen a S. Lorenzo para sentirlo suyo y confiarse a Él.
Cuando en estas últimas semanas dejaba la basílica y volvía, ya de noche, por la antigua calle de Capuchinas, recordaba a las “temblorosas viejecitas” que Chaves Nogales retrató en “La ciudad”, dispuestas a postrarse a los pies del Señor. ¿Vieron quizás, me preguntaba, un rostro parecido al que dejo atrás? No era capaz de responder a una cuestión tan sencilla, quizás porque el Gran Poder, siendo único, habita de manera distinta en cada uno de nosotros. Y ojalá siga siendo siempre así.