Dios en la Ciudad 1998
“Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que me mesaban la barba. No me tapé el rostro ante los ultrajes y salivazos. Despreciado y evitado de la gente, un hombre hecho a sufrir, curtido en el dolor. Despreciado, lo tuvimos por nada, a él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido de Dios y afligido. Desfigurado, no parecía hombre, ni tenía aspecto humano. El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. El cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores.
Maltratado, no abría la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca. El Señor quería triturarlo con el sufrimiento. Sobre él descargó el castigo que os trae la paz; hemos sido curados con sus heridas”.
Isaías II.
Este es el Dios de Sevilla, el Dios de la rahamim, la palabra hebrea –plural de réhem, que designa el seno materno, el útero- que se aplica a Dios y que quiere decir ternura de entrañas, bondad de ser, piedad. En lo humano es “la emoción que subiendo de las profundidades fisiológicas, arrastra al ser entero tras sí, y le lleva hacia el fruto que nace de las entrañas”. Aplicada a Dios es Cristo, es decir, Cristo es la rahamim, la entraña de ternura de Dios manifestada del todo a los hombres; Cristo es “el Hijo que da Figura y Palabra a Dios en el mundo, de forma que ahora ya podemos decir (…) que en Él vemos al Padre, que en su rostro descubrimos los pliegues de su divinidad” (González de Cardenal). Ya se puede decir el nombre que no se podía nombrar. Ya se ha desvelado la esencia que no se podía mirar. Ya camina entre los hombres Dios hecho hombre. A ese estar de Dios entre los hombres, a ese encarnarse urgido por la ternura que le mana de las entrañas, en Sevilla se le reconoce como el Gran Poder de Dios.
“Dios ha llegado a ser hombre en Cristo y con él un hombre ha llegado a ser Dios” (González de Cardenal). Desde el siglo XVII hasta hoy, como su paso ha inspirado todos los canastos, su imagen ha inspirado toda la religiosidad sevillana. Si existe, como los románticos querían, un genio de los pueblos, aquí está concentrado el saber teológico de los visigodos, el rigor monoteísta de los árabes, el pavor sagrado del que Yahvé llena a los judíos, el Dios de la misericordia de los cristianos, lo que de Dios han pensado y lo que de Dios han amado todos los pueblos que han vivido sobre el suelo de Sevilla. Es lo justo que en su túnica persa estén bordadas el alfa y la omega, porque es Él el principio y el final, la consumación de cómo Sevilla piensa y ama a Cristo Jesús como encarnación de Dios. Todos los nombres de todos los cristos de Sevilla, y todo lo que sus cuerpos y rostros expresan, van con él, porque todos están en él. Está la Pasión aceptada del místico cordero del Salvador y la triunfal cruz abrazada del Dulcísimo Nazareno; está el dolor humano y las lágrimas de Salud y Buen Viaje y la angustia y el abatimiento de Humildad y Paciencia; está la radical humanidad caída de San Isidoro y la radical divinidad hecha carne crucificada del Calvario; está el salirse fuera de sí mismo para darse del todo por Amor y el dulce ofrecerse de la Salud de San Bernardo; está la dignidad del hombre del pueblo que se alza del Cautivo de Santa Genoveva y el peso del oprobio que curva la espalda del Nazareno bueno de la O.
Se manifiesta en Él el Gran Poder de Dios. Y este no consiste en majestades ni tronos. Sólo un cuerpo agobiado por el dolor de la vida y una mirada triste, herida y tierna en la que se reflejan todas nuestras orfandades y soledades. Este es el Dios al que, de generación en generación, dicen los sevillanos las palabras de Samuel: “hueso tuyo y carne tuya somos nosotros”. Qué importante es para un padre o una madre llevar, por primera vez, a su hijo ante el Gran Poder, y decirle al hueso de su hueso y a la carne de su carne que ambos son hueso y carne de ese Dios de compasión. Que importante es enseñarle, sin decirle nada, solo a través de la tibieza de las manos, sólo a través de la dulce inserción de la devoción en las horas y los días, cuales son los caminos de consuelo y dolor compartido que llevan a San Lorenzo, santos todos los nombres –Conde de Barajas, Cardenal Spínola, Santa Clara- de las calles que en la santa plaza desembocan. Nosotros lo hacemos, y vemos a los otros hacerlo, todos los días, como lo más natural, cuando en realidad es lo más grandioso De todas las cosas que decimos a nuestros hijos porque las creemos útiles para sus vidas, ninguna lo es tanto como cuando en la Basílica, tomándolos en brazos o de la mano, miramos con ellos a la oscura bondad y le decimos: “Mira, ese es el Señor”. Ya está dicho lo esencial de la
catequesis sevillana, y a lo mejor no nos damos del todo cuenta –por la bendita naturalidad con la que a Dios se le habla en Sevilla, por lo cotidiano de su presencia, que en esos momentos se ha transmitido lo más importante, el eje y fundamento, de todas nuestras vidas. Podrán olvidarse de lo que en la catequesis de la primera comunión les enseñaron, podrán distanciarse de la práctica religiosa, podrán no recibir más formación, podrán hasta olvidarse de Dios. Pero nunca olvidarán que el Gran Poder les esperará siempre, porque su paciencia es solo comparable a su bondad, para abrazarles y perdonarles, o solo para compartir su tristeza y su dolor con ellos.
Entonces el nombre de esas calles revelará su poder, oculto en la memoria, y un día, emprenderán el camino que les lleve a San Lorenzo, de vuelta a la casa del Padre.
“Donde Dios y el hombre se han encontrado, allí están el corazón del mundo y el centro de la historia”, ha escrito González de Cardenal. Es por esto por lo que para tantos sevillanos la plaza de San Lorenzo es el corazón de Sevilla, de su mundo y de su historia: allí está el símbolo más amado del encuentro entre Dios y el hombre. Nadie piense que con lo dicho incurrimos en idolatría o en religiosidad solo sentimental, porque se equivocaría. Lo que en el Gran Poder se representa, y de forma absoluta, es la entraña misma del cristianismo. Si “en el cristianismo nos las vemos con las entrañas de misericordia de Dios manifestadas en la persona de Jesús”, ¿dónde, si no aquí, se representa con mayor perfección humana y hondura teológica la manifestación de esa misericordia en la singular persona de Jesús? Solo quién no le haya mirado a los ojos podrá dudarlo. Si “la entraña del cristianismo es que Dios ha tenido cuerpo de hombre y por ello tiene entrañas de humanidad, y sabe por sí mismo lo que es ser hombre”, ¿dónde, si no aquí, se representa con mayor poder de sobrecogimiento y conmoción a Dios doblegado por la carga de ser hombre, sabiendo por sí mismo cuanto pesa la vida? Si “la entraña del cristianismo sólo se entiende a la luz de las entrañas humanas de Cristo, en quien coexisten la majestad de Dios y la poquedad del hombre, su gloria y nuestros pecados, en un admirable intercambio”, ¿dónde, si no aquí, se muestran más indisolublemente unidas majestad y poquedad, gloria y pecado, Dios y hombre? Es porque en el Gran Poder la entraña de misericordia y de humanidad de Dios se muestra de forma tan conmovedoramente en su misterio, nada más necesita saber para rendirse a Dios en Cristo y para sentir removerse en él –aunque solo sea como un dolor, como una carencia- lo que de Dios todo hombre lleva dentro. Y no hace falta más, porque como ha escrito Zubiri, Dios no eligió el discurso verbal, ni la complejidad teológica, ni la aparatosa aparición en majestad, para revelarse al hombre a través de Cristo.
Simplemente, fue: “Cristo no reveló a Dios diciendo lo que Dios era, sino de una manera más modesta pero más radical. No reveló a Dios diciéndolo, sino siéndolo”. Es así como nos habla el Gran Poder.
Modesta y radicalmente aparece Dios. Y aparece el hombre. Porque en el Gran Poder, tan Dios, tan hombre, vemos, objetivado frente a nosotros, una certidumbre de nuestra esencia. Y eso, a un tiempo, nos desasosiega y nos conforta, porque esta imagen en su ser contemplada es al mismo tiempo cuchillo que corta nuestras dos naturalezas escindidas por ese misterio remoto y tremendo al que llamamos Pecado Original, e hilo que las sutura en una nueva unión que perdona el inmemorial pecado y la sanciona por la unión entre Dios y el hombre que se produce en Cristo: “por la encarnación en Cristo, podemos divisar su Gloria de Dios y en su luz admirar nuestra gloria de hombres”. Por eso resume en sí, como ya hemos escrito, todo el sentido de todas las imágenes de Sevilla y soporta el peso del significado más trascendente de la Semana Santa.
Ha escrito el teólogo H. de Lubac que “si hoy en día la vida general de la humanidad se distancia del cristianismo, quizá sea porque el cristianismo se ha desarraigado de las vísceras íntimas del hombre”; en Sevilla, eso no ha pasado gracias a las imágenes y a las hermandades y cofradías que les dan culto. Y ello se representa de la forma más alta y cumplida en la devoción entrañable y visceral al Gran Poder, símbolo mayor de cómo arraigan y se confunden las entrañas de Dios y las del hombre. Le miran los más modestos, que son los más suyos, repitiendo con sus ojos las palabras de Isaías: “He aquí a Dios mi salvador: estoy seguro y sin miedo, porque el Señor es mi fuerza y mi poder, él fue mi salvación”. Le dicen los más oprimidos, por los hombres, por la vida: “Fuiste fortaleza para el débil, fortaleza para el pobre en su aprieto, parapeto contra el temporal, sombra contra el calor… Como calor en sequedal humillarás el estrépito de los poderosos; como el calor a la sombra de una nube, el himno de los déspotas se debilitará”. Y les responde el Gran poder, mirándolos uno a uno, a los más modestos, a los más oprimidos: “No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Porque yo soy el Señor, tu Dios, el santo de Israel, tu Salvador”.
Y toda Sevilla, los vivos y los muertos, y los que aún no han nacido, pero nacerán y vendrán aquí, a San Lorenzo, y alzarán la voz de su mirada, y le cantarán al Gran Poder las bendiciones que los judíos recitan en la noche santa de la Pascua, la misma en la que Cristo instituyó la Eucaristía, la misma Madrugada en que el Señor se da a Sevilla:
“El alma de todo ser viviente bendecirá tu Nombre, Señor Dios nuestro, y el espíritu de todo ser glorificará y exaltará continuamente tu memoria, Rey nuestro. Desde ahora y por siempre Tú eres mi Dios, fuera de Ti no tenemos rey alguno que redima y salve, que rescate y proteja, que alimente y se apiade en todo momento de nuestra angustia y aflicción. Tú eres Dios del principio y del fin, Señor de todas las generaciones. Tú eres el alabado con toda clase de alabanzas, el que guías a tu universo con misericordia y a tus criaturas con clemencia. Pues Dios no se duerme ni dormita… Aun cuando nuestra boca se llenase de cantos, como el mar de agua, y nuestra lengua de vítores más sonoros que el bramido de las olas, y nuestros labios de alabanzas más dilatadas que el firmamento; aun cuando nuestros ojos centellearan como el sol y la luna, y nuestros brazos se abrieran como la alas del águila, y nuestros pies fueran veloces como ciervos, no lograríamos darte gracias ampliamente, Señor, Dios nuestro y Dios de nuestros padres, ni bendecir tu Nombre por los innumerables dones con lo que nos has colmado a nosotros y a nuestros padres. Por consiguiente, los miembros que en nosotros has creado, el espíritu y el alma que nos has insuflado, la lengua que has puesto en nuestra boca, todos ellos te darán gracias, bendiciéndote; te glorificarán, alabándote; te enaltecerán, adorándote, y te santificarán, Rey nuestro, entonando tu Nombre. Toda boca te santificará, toda lengua jurará por Ti, ante Ti toda rodilla se doblará y todo ser viviente se inclinará; todos los corazones te temerán y todas las entrañas te glorificarán en tu Nombre, según está escrito: Dirán todas mis huestes, Señor, ¿quién como Tú, para librar al débil del más fuerte, al pobre de su expoliador? ¿Quién como Tú? ¿Quién igual a Ti? ¿Quién podrá ser comparado contigo? Tú eres Dios, grande, poderoso y tremendo, Dios supremo, dueño de los cielos y la tierra. Oh Dios, por medio de tu poder eres grande en la gloria de tu Nombre”.
Y en San Lorenzo resplandecerán las entrañas de ternura del Dios de la ciudad.