Diario de Sevilla, 2 de julio de 2006
En la larga agonía de la luz un lento anochecer de verano, resonando en la Basílica el eco de los agudos quejidos de los vencejos de la plaza de San Lorenzo, el Gran Poder dará hoy su zancada más humana: la que le llevará, durante un mes, a una especie de segunda encarnación en la que el Dios de la ciudad se abajará de su condición de imagen sagrada para asumir la más modesta de obra de arte y, por ello, la de objeto que necesita los cuidados de los hombres. La condición de imagen sagrada es superior a la de obra de arte, y la de obra de arte a la de objeto. Sin embargo, una imagen sagrada es –a veces– también una obra de arte; y una obra de arte, como bien estableció Heidegger, es también una cosa “que cuelga de la pared como el sombrero y es transportada como el carbón”. Al ser una imagen sagrada más que una obra de arte, la distancia que la separa de su naturaleza de cosa es aún mayor. Por eso al aficionado a las obras de arte no le produce trastorno verlas en su proceso de restauración, mientras que al devoto le produce una conmovida piedad verla abajarse de su condición de imagen sagrada a la de obra de arte, y de ésta a la de cosa.
Esto nada tiene que ver con el sentimentalismo ni la superstición idolátrica, sino con la naturaleza sagrada de la obra y con la relación religiosa que se da entre el devoto y ella. En la imagen sagrada se renueva incesantemente ese hecho asombroso por el que el Inmortal se dio a la muerte, el Eterno se sometió al tiempo y el Poderoso se entregó indefenso a los hombres: el misterio de la encarnación, del que la imagen sagrada es perenne recuerdo. Por eso está escrito en ese Evangelio según Sevilla que es la Semana Santa, en su primera página del besamanos del Señor: la Palabra se hizo carne de ternura y habitó entre nosotros. ¿Desvaríos capillitas? No. El cardenal de Viena ha escrito que la imagen es un “signo de la grandeza de un Dios que puede rebajarse para tomar forma humana y hacerse igual a su propia criatura”, permitiéndonos una “contemplación de lo divino en el hombre y de lo humano en Dios” a través de la que “somos invadidos por el misterio de la encarnación”.
De esto se trata, ni más ni menos. Y en su más alto grado, porque el Gran Poder es la obra cumbre del arte devocional cristiano, la más compleja a la vez que más transparente representación del consolador misterio de la encarnación y del sobrecogedor misterio del sufrimiento de Dios; pura teología esculpida por manos ansiosas de Dios que modelaron el tormento de un alma desgarrada entre la ternura de Dios y el sufrimiento de los hombres, al final vencida por el sobrehumano amor que renuncia al poder y al imperio para cargar con el dolor de sus criaturas. Por eso hoy habrá lágrimas cuando el Gran Poder traspase el umbral tras el que va a ser resanado para recuperar la ternura que el tiempo le ha velado sin perder la tragedia que le ha dado.