Diario de Sevilla, 13 de abril de 2006 Jueves Santo
A las doce de la noche, fuerza ciega a la que nada puede detener hasta que le sea dado lo que le pertenece, instinto que busca lo que es suyo con una determinación primordial y antiquísima, monstruo mitológico que avanza herido hasta dar con la mitad divina que le da su fuerza y lo completa, el paso de los pasos, el canon por el que se mide la excelencia que a Dios corresponde para mostrarse por las calles de Sevilla, el paso del Señor del Gran Poder, se alzó en la basílica de San Lorenzo. Ver alzarse ese paso vacío de Dios era como ver brotar lo más hondo de la tierra de Sevilla, lo más escondido, lo más antiguo, esos estratos en los que la naturaleza se confunde con los sepultados restos de los hombres y de sus obras: entraña que se desentraña, grito de la creación que gime, tierra que se desentierra, mano del hombre que surge del abismo buscando al Dios por el que clama desde lo hondo para que se vuelva a unir lo que separó el pecado primero. Era el suelo de Sevilla creciendo desde su centro, desbordando desde sus entrañas, alzándose apoyado en la memoria de todos los que sobre él han vivido y a él han regresado, el que creció en la Basílica cuando sonaron los tres golpes de llamador y el paso se alzó buscando a Dios.
Con el mismo gesto de la mano de Adán en la Sixtina avanzó por la Basílica, ciego sin sus faroles, vacío sin su Dios, tierra que andaba y buscaba, que ascendía sobre la breve rampa pasando sobre el Calvario del altar en el que cada día el pan se hace carne y el vino se hace sangre, sobre el cenáculo en el que cada día tantos reciben a Dios vivo a los pies de su más cierta imagen, y arrió al pie del alto pedestal de mármol sobre el que le esperaba el Señor. Había pasado la hora del oro y de los besos. Estaba solo, vestido de morado, reinando sólo en su propia realeza sufriente. Era el manso Cordero de Dios que quita el pecado del mundo a la vez que el fiero león de Judá que reina como Rey de Reyes. Ningún mármol, ningún óleo, ninguna palabra escrita en prosa de teólogo o verso de místico, nada podía decir más de Dios que esta madera atormentada por Juan de Mesa hasta hacerle confesar todo lo que el hombre con sus manos pueda decir sobre el misterio tremendo del despliegue del Poder de Dios en este hombre sufriente. No había salvación para él, ni perdón, ni compasión, ni indulgencia.
Lleno de angustia, desfalleciente, sobrecogido aún en su fuerza, descendió de su altar de mármol como el Señor debió bajar del Pretorio tras oír su condena. Ni todo el amor de quienes lo empujaban podía impedir que parecieran sayones que llevaran a este gigante angustiado allí donde no quería ir; que al ponerlo sobre su paso pareciera que subían a un condenado al patíbulo de su sufrimiento y su afrenta; y que al remachar los grandes clavos que sujetan su peana al paso los martillazos no parecieran ser los que le clavaron los pies y las manos. Totalmente condenado, angustiosamente empujado a apurar el cáliz, el Gran Poder quedó cautivo de su paso. Viéndolo desnudo de su cruz se comprende algo terrible: no es posible otra zancada tras la que da; este hombre ha llegado al límite de sus fuerzas o a la cumbre del Calvario. Nos sentíamos tan abrumados, tan embarazados, como el personaje de Figuras de la Pasión de Miró que sorprendió al Señor llorando a solas. Sólo se podía rezar. Y ese era el milagro: recibir tanta ayuda de tan cruda verdad, tanta fuerza de tanta derrota y tanto consuelo de tanta ternura afligida. “Maltratado, no abría la boca, como cordero llevado al matadero.
El Señor quería triturarlo con el sufrimiento. Sobre él descargó el castigo que os trae la paz”. Y el Gran Poder, cordero amarrado sobre el altar de su paso, nos hundió su paz hasta el fondo del alma.