Diario de Sevilla, 13 de agosto de 2006
Como si fueran los restos de un templo que emergieran a la luz, no porque se excave hasta dar con ellos, sino porque se rebaje la cota de tierra que los sepultaba, los ojos del Gran Poder han emergido, sin que los toquen, como dos mares quietos de tristeza y de ternura. Se podría andar sobre sus aguas, tanta es la seguridad que transmiten de que Dios existe. Llenas de una milagrosa pesca de ternura, serenidad, consuelo y determinación de amar más y mejor salen siempre las redes que en ellos se tiran. Pero también –ahora más que nunca– de pena.
La ternura sabemos de dónde le viene, porque la suya es la mirada del Padre. Pero, ¿y la pena? La antigua catequesis sevillana que las madres impartían a sus hijos cuando los llevaban a San Lorenzo –tan eficaz en su amorosa sencillez que era lo único que sobrevivía cuando, muchos años más tarde, el mundo se derrumbaba sobre aquel niño– enseñaba que esa tristeza le venía de las culpas de los hombres que hacen sufrir hoy al Señor como hace dos mil años le hicieron sufrir las burlas, las espinas y la cruz. Tenían razón las madres al dar esta sencilla explicación que las más profundas teodiceas (la reflexión teológica sobre el problema del mal) podrán afinar pero no contradecir. La pena invade al Señor y le desborda por los ojos al contemplar lo que el ser humano hace con la libertad que Dios le otorgó de forma tan absoluta que impuso un límite a su poder. Desde ese límite voluntariamente asumido los ojos del Gran Poder contemplan, con una tristeza multiplicada por su ternura, lo que los seres humanos se hacen los unos a los otros, y el dolor del mundo curva su espalda, le enrojece de compasión los ojos e hiere su frente. Tenían razón las madres, sí, al decir que la tristeza se la causaban al Señor las heridas que le infligían las culpas de los hombres. Sólo les faltaba añadir que sus heridas son las nuestras, las que padecemos y las que causamos, porque el Gran Poder es el Señor que dijo a las mujeres que lloraban viéndolo cargar con la cruz: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y vuestros hijos. (…) Porque si con el leño verde hacen esto, con el seco, ¿qué se hará?”. La historia nos ha enseñado, con mucha crueldad, lo que se haría con él.
Estas palabras, esta tristeza especular que refleja nuestro desvalimiento, han sido descubiertas por la arqueología de la pena que ha sacado a la luz toda la tristeza de los ojos del Gran Poder sin atenuar su ternura ni disminuir su fuerza sobrehumana. Dicen algunos que ahora ya no impone ese pavor sagrado que daba la oscuridad a su rostro.
Se equivocan. Es ahora cuando resulta intolerable el peso de la pena en su mirada, cuando sabemos del todo que sus sufrimientos son los nuestros –los que padecemos y los que causamos– y que al no poder contener las lágrimas al verlo es por nosotros, como las hijas de Jerusalén, por quienes lloramos.