ABC, 29 de julio de 2006
Se han apagado en la noche los últimos vencejos de San Lorenzo. Aquel recuerdo:
«Niño, no se pueden matar, porque son los que le quitaron las espinas al Señor». Se han encendido los grillos de calorina, búcaro y sandía.
Voy por la ciudad sosegada y en calma en esta hora de nocturna en la plaza del Arenal. De tapas de caracoles en las terrazas. De turistas paseando en un coche de caballos. Casi van a dar las doce y pasa un lento, soñoliento coche de caballos. Sus cascos suenan como una nana para que la ciudad coja el sueño, a pesar de esta calor. Un sonido antiguo. Sonido de una Sevilla de murallas con tranvías por la ronda, de patios de vecinos con diteros y sevillanas corraleras. Sonido de viejos jazmines que no se marchitaron, porque cada verano vuelve a brotar la flor de la memoria.
Suenan a verano antiguo, a vieja Sevilla, los cascos del caballo del pesetero de los turistas. Barrunto que por San Lorenzo estos vencejos que ahora duermen junto a los magnolios y las damas de noche han vuelto a quitarle las espinas al Señor. Las espinas del tiempo que son su corona. El tiempo también pinta. El tiempo también esculpe. El tiempo también reza. De mirarte tanto y tanto, Señor, Sevilla oscureció tu cara. Tez negra en la ciudad de la luz. Perenne oscuridad de Madrugada, de Gavidia, de Castelar, de Postigo, a la que ahora le ha llegado de pronto una luz de Museo. A la cara del Gran Poder han vuelto a darle las claras del día de una luz de Sevilla antigua. Luz de amanecer para la cara del Señor en esta Sevilla de verano antiguo, con cascos de coches de caballos que le cantan la nana de siempre a los nazarenos muertos que siguen yendo a San Lorenzo, rito y regla, por el camino más corto, desde la cancela de par en par de la memoria.
Yo miro ahora la cara del Señor. Esa cara que impresiona. ¿Quién es tan orgulloso que puede mantenerle la mirada Al que creó estos sonidos lentos del jazmín y del dondiego de la noche de verano de Sevilla? ¿Quién se fija en los detalles?
-¿Te gusta cómo han dejado al Gran Poder?
-Con tal de que el Gran Poder no nos deje, ¿qué más importa su color?
El Gran Poder tiene su color de siempre: color tinieblas. Como la cera de sus nazarenos.
Color de luz de la mañana. Como su paso racheado por el Museo, cuando los vencejos bajan a quitarle las espinas de su corona, enverdinada de lágrimas de madre, de recias lágrimas de hombre. No, no le han cambiado el color al Gran Poder. No hay restaurador en el mundo que le cambie el color a la fe de Sevilla, al misterio de la encarnación de la encarnadura de Dios entre nosotros, tal como lo soñamos. El Gran Poder sigue teniendo el color de Quien creó el arco iris, y las claritas del día de naranjos en flor, y el sonido de los cascos de los caballos en estas noches lentas de novilladas en un Arenal por cuya Puerta volverá a pasar de Madrugada, moreno de rezos, bronce de promesas.
Está de besamanos el Señor de Fray Diego de Cádiz, de El Mogro, del Cardenal Spínola, de Manolo Vázquez, de Antonio Tello, de Miguel Lasso, de José Morón, de Juan del Cid, del padre de Rafael Montesinos, de mi alfayate. En su Señorío de Sevilla, es como si en su color, ahora tan sepia, aventadas las cenizas del cisco, el tiempo no hubiera pasado.
La ciudad soñada aún existe. Sueña ahora, cuando se han apagado los vencejos y se han encendido los grillos. Con su color de siempre, desde un verano antiguo de coches de caballos, mira y mira a Sevilla su Señor, vencedor del tiempo.
ANTONIO BURGOS
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