La devoción como identificación con la entraña de ternura de Dios (1998)
En el cruzarse de las miradas de dos abandonados, que sin embargo sienten no estarlo del todo, encuentro la clave devocional de Sevilla. Y no es una clave irrelevante, porque el cristianismo -como ha escrito González de Cardenal- se basa en el diálogo: “La revelación que Dios ofrece a los hombres llega por el camino del diálogo y la verdad acontece en el encuentro. No es que Dios deje de ser Dios ni que sus designios estén a merced de la arbitrariedad de los hombres, pero Dios es infinitamente respetuoso del hombre que creó a su imagen y le habla como un amigo habla a otro amigo, se pone en camino con él, le hace partícipe de sus proyectos y le invita a integrarse en ellos. En esa relación de persona a persona, en la oferta y la propuesta, se le abren los ojos al hombre, se percata de que le está aconteciendo la revelación de Dios. En ese encuentro y diálogo con Dios le acontece al hombre la verdad”. (…) En este sentido, como ya se ha dicho en otras partes de este libro, creemos, sincera y profundamente, que muchos de nuestros imagineros estuvieron iluminados por el Espíritu, pues, como también escribe González de Cardenal, “hay que tener un alma nueva, engendrada desde el Evangelio y animada por el Espíritu Santo, para suscitar creaciones históricas que revelen la gloria de Cristo en el mundo y la vocación del hombre redimido”.
Pensemos en el Gran Poder, por toda la ciudad reconocido como rostro de la entraña de ternura de Dios. Está abandonado de los hombres, el Señor; parece que hasta de Dios, porque tan a fondo se ha metido en la carne de los hombres, que ha sentido el peso del silencio, el espesor del exilio, el desgarro de la distancia. Triste, abrumado por el peso de todas las culpas, dolorido por la serpiente del pecado que le aprieta las sienes, parece que las lágrimas van a desbordar de sus ojos enrojecidos -otra vez, porque tiene ojos de haber llorado mucho- y caer por su rostro oscuro. Está a punto de derrumbarse tanta fortaleza, como si una torre alta y poderosa, alzada para durar siempre, refugio seguro que tantos habían creído inexpugnable, de pronto temblara, y se cuarteara, y cayera, dejándonos para siempre a la intemperie, indefensos. No hay refugio, ahora. La resurrección es un horizonte improbable, que en este momento no ayuda ni sostiene. Da igual que se pueda creer en ella, incluso con la certeza con la que sabemos que va a amanecer; porque, ¿de que nos sirve, en qué nos consuela esa certeza cuando la angustia nos alcanza? Llegará, sí, y se acabará la oscuridad, porque tan cierto como que hay sol es que hay Dios. Pero, ¿de que le sirve saberlo, ahora, al Gran Poder, tan sólo en el corazón de la Madrugada? Es el puro amor, la total entrega, y nada espera fuera de ser amado.
Por eso están, frente a El, los hombres, sintiéndose abandonados por Dios pero al mismo tiempo misteriosa e irracionalmente por El acogidos. ¿Cómo es posible, que a tanta tristeza, a tan indefensa ternura, le llamemos Gran Poder de Dios? Es la máxima expresión del genio colectivo de Sevilla. Esta tierna nada, esta fortaleza a punto de desmoronarse, esta fuerza agónica, acoge y da sentido. No solo como un espejo de dolor, que suscitara nuestra compasión, sino como una llamada a la espera aún en el extremo en el que parece que no se puede ya aguardar nada. Hay que volver a decirlo: que instinto, qué genio el de esta ciudad que ha situado en la cumbre de su devoción a stos dos Cristos tiernos y trágicos, abandonados, Gran Poder y Cachorro, en el límite mismo de la angustia -el nazareno llegando casi sin fuerzas, como a punto de caer, al lugar de la ejecución; el crucificado, inspirando la última bocanada de aire y clamando al Padre su abandono-, para desde allí, sin mentir, sin dulcificar nada, en el máximo extremo de la tensión angustiada y del acabamiento físico, hagan nacer, confiadamente, un presentimiento de esperanza. No una certeza absoluta, que en ella podría haber mitificación o engaño, sino una disposición que invita a morir amando: a la vida que se deja, al Dios que no impide el sufrimiento, a los otros que seguirán viviendo, a la memoria que tal vez se disuelva en la nada, a la conciencia que nos ha iluminado y a la conciencia que nos ha guiado. En los ojos del Gran Poder y del Cachorro está todo ello. Les cabe toda la teología de la muerte de Cristo.
(.) Este es el sentido de la devoción sevillana, que con una finura de percepción extraordinaria, eludiendo monigoterías que se dan en otros ámbitos de la religiosidad popular, sorteando los cristos reyes entronizados por el nacional-catolicismo y no queriendo el fácil consuelo de la imaginería beata del XIX, se enfrenta, cara a cara, con el más tremendo dilema, con lo que ni tan siquiera puede ser pensado y dicho, solo amorosamente intuido. Lo que acontece cuando el devoto y la imagen se miran cara a cara, está honda y vivencialmente descrito por Wittgenstein: “Es como si, por una parte, alguien me dejara ver mi situación desesperada y, por otra, pusiera ante mí el instrumento de salvación, hasta que yo, por mí mismo, me lanzara sobre ello y lo apresara”.
Qué bien se comprenden, el uno al otro, el Gran Poder y los sevillanos. “Que bien habla la verdad dentro de ellos sin ruido de palabra”. Que bien los comprende el Gran Poder, cuando los mira desde su paso con unos ojos que son bocas entreabiertas de ternura.
Qué bien sienten representado el peso de la existencia sobre sus vidas los hombres y mujeres de Sevilla, y cuanto consuelo hallan en ello, cuando ven a este divino galeote cruzar la Madrugada, abrumado por la tragedia y el extravío de la criatura que él creó, agobiado por todo el dolor del mundo desde que quedó cerrado el Paraíso, queriendo coger sobre sí con ímpetu de Dios una carga con la que sus fuerzas de hombre parece que no pueden. Algo pasó, en lo remoto, que rompió todo equilibrio y deshizo el proyecto de la creación. Algo pasó, por obra de la libertad, que dejó al hombre abandonado por un Dios que, sin embargo, no quería dejarle. Los ojos del Gran Poder son también los ojos de Dios viendo como toda la obra de su amor le abandonaba, y se internaba en un mundo de dolor y de muerte: esta expresión de ternura herida es la cara de Dios viendo al hombre abandonar el Paraíso. Las manos de la Capilla Sextina ya no van a unirse, los dedos no van a tocarse; por el contrario, como en una película pasada al revés, se separan, se alejan para siempre. Algo se ha roto. No sabemos que fue. Lo llamamos pecado original, primera culpa, falta de las que nacen todas las faltas, muerte de la que nacen todas las muertes.
(.) El genio de los imagineros sevillanos, y el origen de la devoción de la ciudad tal y como las imágenes la han conformado desde los siglos XVI y XVII hasta hoy, es dejar abierta la Pasión, ofrecerla a cada hombre como misterio en el que se representa el desgarro de su naturaleza y como consuelo del recuerdo de que un Dios la compartió.
Como los sacramentos del pan y el vino transubstancian dramáticamente la carne y la sangre, las imágenes expresan también dramáticamente aquel acontecer tan grandioso como inexplicable, el escándalo para los judíos y la locura para los gentiles. El Señor de Sevilla lo es por la trágica forma en que expresa como el Gran Poder de Dios -que no pudo evitar que el ser humano cometiera el pecado en el que se originó la ruptura- es impotente para irrumpir en ese mundo que ya no es suyo, que es de la libertad del hombre, y lo ve sufrir y causar sufrimiento; y al verlo se le retuercen las entrañas de amor y de compasión, pero no puede hacer nada por él: es como un padre que contemplara el sufrimiento y la agonía de su hijo tras los cristales de una UCI, empañándolo con el vaho de sus lágrimas y de su aliento. Esta es la forma en la que Dios nos mira a través del Gran Poder. Tanta fue su compasión que envió a su hijo a ese infierno blanco, entre las carnes heridas, los tubos que se hunden como serpientes en los cuerpos, las angustias sedadas, las sábanas manchadas de humores; lo envió al mundo sin Dios -azar biológico, crueldad, injusticia; pero también belleza y pensamiento, que son las mañas de los desesperados- que había creado el hombre en su libertad para que le cogiera otra vez la mano, y le ayudara a vivir y a morir. Lo mira el devoto con los mismos ojos con que es mirado, porque este Señor nos hace sentir qué es ser noble, y ser bueno, y ser humano, con solo mirarlo, tan grande es el poder de su ternura. El Gran Poder no nos dice qué somos, pero sí nos hace sentir, en lo hondo, que hubiéramos podido ser. No nos dice que va a ser de nosotros, en medio de tanta pérdida y de tanto dolor, pero sí nos hace sentir, también en lo hondo, que pase lo que pase, existe una ternura que nos envuelve. El Gran Poder es el dolor compartido por un Dios que ha aceptado sufrir por nosotros, con nosotros, en nosotros, diciéndonos -sólo hay que mirarlo a los ojos- que lo siente, que se compadece, que nos quiere. Que nos espera.
La devoción sevillana está en este mirar de los devotos al Gran Poder y en este ser mirados por Él, está en este cruce de miradas. Cristo y el hombre se abrazan aquí, en esta imagen, y lloran juntos, preguntándole al Padre por qué les ha abandonado. Esta es la cumbre y la base, el alfa y la omega, de la devoción sevillana, y todas las otras imágenes, tan esplendidas, tan sobrecogedoras, son irradiación del misterio de amor y de dolor que aquí se produce. Por eso el pueblo lo ha proclamado Señor de Sevilla, y todos comparten con Él la devoción que a su imagen particular le tengan. Porque cada cual bebe el agua en un punto distinto de este río de devoción sevillana, unos en las siempre turbulentas orillas de otras obras de Mesa, otros en las dársenas quietas -de aguas profundas y limpias- de Montañés, otros más en los rocosos despeñaderos de Ocampo; pero todos, beban donde beban están bebiendo las mismas aguas nacidas de la misma fuente. El nombre de esa fuente única de la devoción de Sevilla es Gran Poder.