Diario ABC 31 de marzo de 1988, Jueves Santo
Hasta el dormitorio donde el hombre apura los últimos instantes de su vida, llega amortiguado el rumor de la comitiva que pasa. Es una doble, larga fila de luces prietas, que rompen las tinieblas de la calle en esta hora de la Madrugada.
Se percibe un rozar de pies sobre el pavimento, un son acompasado de varas con conteras, un murmullo apagado de multitud que aguarda y el golpe metálico, seco e impresionante, de un llamador que resalta sobre los demás ruidos.
Flota en la semipenumbra de la estancia ese dolor, esa angustia ante lo irremediable, que acompañan la agonía de un ser querido. Fuera, la procesión continúa lenta, solemne, como un salmo gigante, cumpliendo un año más su rito de siglos.
Este mismo cortejo, con sus hábitos negros, sus cirios parpadeantes y la Imagen que, con andar poderoso arrastra una Cruz, ha pasado puntualmente ante esta misma casa y a esta misma hora, desde hace mucho tiempo. Siempre que se aproximaba producía una conmoción en esta mansión sevillana que, anualmente, esperaba con emoción este momento. Todos sus moradores salían al cierro amplio y acristalado y, silenciosos, recogidos, veían pasar las filas interminables en las que siempre formaba alguno de los suyos. Cuando el rostro acardenalado del Señor llegaba a su altura y podían contemplarlo en un cara a cara estremecedor, se doblaban las rodillas y todos rezaban en silencio.
En el semblante mortecino de este hombre enfermo, se dibuja una expresión de paz cuando su memoria le trae algunas escenas de los largos años transcurridos. Es como el resumen de su vida que participó de este instante con profunda intensidad. Surge entre sus recuerdos aquella noche lejana en la que, muy niño aún, le sacaron de su camita para, por primera vez, contemplar la procesión. Soñoliento, en los brazos de su madre, vio pasar los negros nazarenos, altos, estilizados, silenciosos. Recuerda, cómo dando escolta a una de las insignias, uno de aquellos penitentes enlutados, dirigió al pasar, disimuladamente la cabeza hacia el mirador. La madre, hablándole quedo al oído, le indicaba con la mano el sitio que ocupaba su padre.
Fueron pasando los años y otra Madrugada –lo recuerda ahora como una Imagen nítida surgida de las brumas de la semiinconsciencia- también él, junto a su padre formó en la comitiva fantasmal que, en la alta Madrugada recorrió la calle y, al pasar junto a la casas, elevó la mirada y vio a los suyos congregados como siempre, rezando, mientras él seguía su caminar pausado.
Desde entonces jamás faltó a su Estación de Penitencia. Durante unos años el padre iba a su vera; luego, transcurrido el tiempo hubo de contemplar con pena cómo aquel, dejando el puesto que durante tantos años llevó, se encontraba ya entre los ocupantes del cierro. Aquel año, por primera vez, había también una mujer joven que, con un niño en los brazos, señalaba hacia el lugar que él ocupaba.
En ese discurrir por la calle, fueron cambiando con el paso del tiempo las personas que salían a presenciar el desfile. Unos, como sus padres, desaparecieron; otros, sus hijos, lo fueron poblando. Luego, estos, pasaron a ocupar puestos en la Cofradía mientras el balcón acristalado se fue despoblando. Llegaron aquellas madrugadas en que, al apartarse los visillos, únicamente se veía una dama, sola, con el pelo cada vez más blanco, que oteaba desde la altura para no perderse el gesto de aquellos nazarenos que al pasar, miraban hacia arriba.
Transcurrió más el tiempo y fue ya él mismo quien, al fin, obligado por las circunstancias, se vio forzado a hacer compañía en el cierro de su niñez a la dama que, desde entonces, ya no estuvo sola. Cogidas las manos participaron en la amargura, el dolor, la tristeza infinita de la vejez que rompe tantas cosas. Arrodillados, con los ojos velados por la lágrimas y la voz quebrada por la emoción, rezaron juntos al paso del cortejo penitente. Esa noche le pareció que el rostro del Divino Nazareno, tenía tintes de un dolor más agudo, comprendió que ya no volvería a encontrarse entre aquellos penitentes que se perdían en el recodo de la esquina y atenazó su garganta el dolor de la angustia.
El rostro del enfermo se va haciendo más lívido; la respiración más fatigosa; las manos, blancas y afiladas, reposan sin fuerzas sobre el embozo; los ojos, de mirar vidrioso, van perdiendo la forma de las cosas.
Por la calle sigue su caminar la Cofradía, lenta, cansina, con el mismo ritmo y la misma austeridad de siempre. Hoy por primera vez desde hace muchos, muchísimos años, ningún nazareno eleva sus ojos para mirar al cierro que, esta noche, se encuentra vacío porque todos los de la casa rodean el lecho del enfermo pendientes de la vida que se extingue.
Poco a poco la estancia se va llenando de una luz tenue amarillenta; luz parpadeante de cuatro faroles que tiemblan en los cristales. A su fulgor se distingue, difuso, el rostro dolorido, la mirada opaca, la expresión de ternura infinita del Cristo caminante con la Cruz a cuestas. Hay un sobrecogimiento en todos los presentes y una oración esperanzada, una súplica piadosa, brota de los pechos acongojados.
Tres golpes secos, rotundos, inconfundibles, alzan la Divina Imagen que, poco a poco, va desapareciendo del balcón.
El enfermo dobla suavemente la cabeza sobre la almohada; los ojos, fijos en el resplandor que se desvanece, han quedado inmóviles; en el rostro hay una expresión de paz y sosiego… Algo imperceptible, extraño, invisible y sobrecogedor que produce sensación de frialdad y ausencia, recorre la habitación… El espíritu de este hombre se ha unido a la larga cinta de luces penitenciales que se alejan por la noche de Sevilla.