Diario de Sevilla, 3 de abril de 2007, Martes Santo
Sabemos que raramente los últimos son los primeros y que las piedras desechadas por los arquitectos pocas veces se convierten en angulares; y que cuando esto sucede, el último se olvida de sus compañeros al verse primero y la piedra se olvida de las desechadas al convertirse en angular. Sabemos que los mansos sucumben, que los verdugos triunfan sobre sus víctimas y que la justicia siempre actúa demasiado tarde, cuando todo es irreparable. Sabemos que hay enfermos que no se curan, que quienes nos dejan no vuelven, que los muertos no resucitan. Y sin embargo confiamos en el Gran Poder, en su misericordia y en su ternura. Y, a través de Él, podemos dirigirnos a Dios aún sin entender su silencio ante el sufrimiento del hombre. No por miedo ni milagrería, que si el Señor contara los secretos que le son confiados nos tragaría un océano de tristeza, de tormentos no evitados, de ausencias no remediadas, de agonías no aliviadas. Es seria, adulta y recia esta devoción. ¿Quién volvería tantas veces a Él, tras haber pedido tanto y recibido tan poco? ¿Quién pediría ser llevado a Él para verlo por última vez, tras suplicarle tantas veces que lo curara? ¿Quién volvería a Él después de enterrar a aquel por cuya vida le suplicó? Y sin embargo, vuelven.
Son muchos los que van al Gran Poder con el mismo paso al límite del desfallecimiento con el que Juan de Mesa representó a este Señor que da las fuerzas que Él no tiene, otorga el consuelo del que Él carece y rebosa la ternura que a Él le niegan. Son muchos los que van al Gran Poder vacíos, decepcionados tras haber visto cómo la vida incumple todas sus promesas, aplastados por el peso abrumador de los muertos, con las memorias tan llagadas que se estremecen, y sangran, y sufren, cuando las rozan los recuerdos. Pero van. Milagro de Juan de Mesa, prodigio de San Lorenzo: el Gran Poder da lo que parece que no tiene, comparte lo que parece que le falta, sostiene cuando parece que va a desplomarse, afirma la existencia de Dios cuando parece que a Él mismo le ha abandonado.
Puede que este mundo sea, tantas veces, un infierno de injusticia y de dolor olvidado de Dios, en el caso de que exista. Pero cuando miramos al Gran Poder sentimos que Él es los ojos de Dios en ese infierno, la huella de su existencia, la condena de los verdugos, la defensa de los oprimidos, la promesa de que será saciado todo anhelo de justicia, la asombrosa fuerza de su ternura traspasando la infinitud y la eternidad para llegar hasta nosotros. Por eso vamos a Él, y seguiremos yendo, nos pese lo que nos pese con esa forma de fe que se llama confianza.