Diario de Sevilla, 5 de agosto de 2005
Si tuviera que representar a Sevilla como en las antiguas ilustraciones en las que las naciones o las ciudades aparecían sostenidas por sus deidades fundadoras o defendidas por sus santos patronos; o si buscara para ella uno de esos símbolos que representan a la vez la ciudad y los valores que ostentan las vidas de sus habitantes, abriéndolas también a un horizonte más amplio que el de su cotidiana supervivencia, lo haría a través de la mirada del Gran Poder y de las sonrisas de la Macarena y de la Virgen de los Reyes. Lo que Palas Atenea era para Atenas y la Libertad alzando su antorcha o guiando al pueblo es para Nueva Cork o para Francia, lo son estas tres imágenes para Sevilla. Se aúnan en ellas el antiguo origen sagrado fundacional -la Virgen de los Reyes llegó a Sevilla con San Fernando, cuando la ciudad fue restituida a la cristiandad y a la Europa del esplendor gótico- y el moderno sentido liberador de los símbolos de representación colectiva, tan presente en las devociones populares y modernas al Gran Poder y la Macarena.
Si bien ambas son imágenes barrocas, parecían esperar a que la Semana Santa renaciera en la Sevilla moderna, desde la segunda mitad del siglo XIX, para desplegar del todo poderes que los antiguos no podían sospechar. Como Zurbarán y Uccello hubieron de esperar al cubismo para que se entendieran del todo sus geométricas composiciones, el Gran Poder y la Macarena parecían tener poderes que sólo podían ser apreciados por quienes vivieran estos tiempos de ruptura de certezas y vértigo de libertades. Era, según suele decirse con esa inexactitud tan llena de sentido común del habla popular, como si se hubieran adelantado a su tiempo. La Virgen de los Reyes, por el contrario, pertenece del todo al tiempo en el que nació -sabios ojos griegos reinterpretados por la sabiduría tomista, sonrisa gótica, gracia de cantiga de Santa María- y el suyo es el don de traer intacta hasta nosotros la inmutable verdad de su paz gregoriana.
En los tres casos se trata de símbolos religiosos, pero es que esta ciudad no ha tenido ni la capacidad, ni la ocasión, ni la voluntad de dotarse de otros. Con estos parece bastarle desde que regresó a Occidente hace ochocientos años. Y no por imposición intolerante, sino por libre elección; porque si la devoción a la Virgen de los Reyes está unida en su origen al trono y a la mitra, irradiando desde el centro catedralicio, las de la Macarena y el Gran Poder han crecido desde el pueblo e irradiado desde las parroquias de dos barrios. Por eso imagino a Sevilla como la ciudad sostenida por una mirada y amurallada por dos sonrisas.
Esto lo sienten tantos que nada hay más verdadera y hondamente sevillano que un 18 de diciembre en la Resolana, una tarde de Quinario en San Lorenzo o una de estas tardes de nardos y abanicos ante la Virgen de los Reyes.